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La punta del iceberg
Tribuna
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La inversión pública, clave para servicios públicos de calidad

Es absolutamente necesario un gran pacto de Estado sobre infraestructuras que garantice una visión estratégica de largo plazo

Viajeros agolpados en la estación de Santa Justa (Sevilla) por el robo de cable en la línea Madrid-Sevilla, el pasado lunes.

La calidad de los servicios públicos no es algo que cae del cielo, es el resultado de una inversión constante, estratégica y bien orientada. Y no precisamente es lo que parece haber pasado desde finales de la primera década de este siglo. Por ejemplo, un sistema sanitario eficiente, una educación de calidad o un transporte digno no surgen solos, son la consecuencia directa de decisiones presupuestarias tomadas años, incluso décadas atrás. Y lo que nos dicen los datos es que llevamos más de una década con lo que podríamos advertir como una infrainversión en infraestructuras de servicios públicos.

Para poder conocer estos datos, ninguna opción mejor que acudir a la base de datos de inversiones y stock de capital más completa para nuestro país, que es la que elabora el Instituto Valenciano de Investigaciones Económicas (IVIE) junto con BBVA Research. Así, estos datos revelan un patrón llamativo por no decir preocupante: nuestro país ha tratado la inversión pública como un interruptor que se enciende y apaga según el ciclo económico, con consecuencias que se manifiestan —aunque sería necesario establecer una causalidad— en episodios como la paralización del servicio AVE Madrid-Sevilla en la madrugada del 5 de mayo de 2025.

Lo más preocupante no es solo que España haya reducido drásticamente su inversión pública —de un 3,5% del PIB en la década de los noventa a apenas un 1,8% en 2023— sino que posiblemente no haya habido una visión estratégica de largo plazo en buena parte de las décadas que intermedian, primando un enfoque cortoplacista que compromete la resiliencia de nuestras infraestructuras críticas. Este recorte se agudizó especialmente tras la crisis de 2008, cuando los ajustes presupuestarios afectaron principalmente a la inversión en infraestructuras, creando un déficit acumulado que, posiblemente, ahora estamos pagando con servicios de menor calidad.

Evolución de la inversión pública en infraestructuras per cápita Año 2000=100 Gráfico

Aunque desde 2022 la inversión en infraestructuras de transporte ha registrado un aumento importante, en buena parte gracias a las inversiones del Plan de Recuperación, Transformación y Resiliencia, esta sigue siendo insuficiente para revertir años de desinversión. La prociclicidad de nuestra política de inversiones ha actuado como acelerador en tiempos de bonanza, alimentando proyectos faraónicos y a menudo superfluos (muchos tenemos alguno en la cabeza), para luego desplomarse en las crisis.

Pero según los informes recientes, no solo hablamos de la gestión de infraestructuras de transporte. Por ejemplo, el caso de la gestión hídrica sigue siendo paradigmático. Mientras países como Israel o Singapur han invertido sistemáticamente en desalación y reutilización, España continúa improvisando entre sequías e inundaciones.

Es cierto que existe un impulso positivo en ciertos sectores. En 2024, el Ministerio de Transportes alcanzó la inversión más alta en 13 años, con 10.000 millones de euros destinados a mejoras de infraestructuras. El ferrocarril ha sido el gran protagonista con 5.629 millones de euros ejecutados, 2,5 veces más que en 2017. Buena parte de esta inversión a cargo de ADIF, como revelan los datos de ejecución de fondos europeos adscritos al Mecanismo de Recuperación y Resiliencia. Además, España destaca en inversión en infraestructuras digitales, situándose por encima de la media europea en fibra (91% frente a 56%) y en redes fijas de muy alta capacidad (93% frente a 73%). Sin embargo, estos avances no deben servir de cortina de humo.

Sin embargo, el diseño institucional español no parece ser el más favorable para la realización de una inversión en obra pública con la debida consideración de su rentabilidad social. Así, no pocos expertos señalan que la inversión ha estado muy centrada en áreas muy concretas, como el ferrocarril, y no en otras como las del ciclo integral del agua, el tratamiento de los residuos o las relacionadas con el cambio climático o las carreteras, que, tras largos años de ‘infrainversión’ —especialmente desde los recortes de 2008—, requieren en la actualidad de inversiones muy importantes.

¿Y por qué estamos en niveles tan reducidos si los comparamos con los de años anteriores? La respuesta es sencilla: porque resulta fácil usar a la inversión pública como interruptor para cumplir objetivos de déficit cuando las cosas vienen mal dadas. Los recortes implementados tras la crisis de 2008 muestran claramente cómo la inversión pública fue la primera víctima del ajuste fiscal, estableciendo un precedente que aún condiciona la calidad de nuestros servicios públicos. La tentación de recortar la inversión pública es comprensible en tiempos de ajustes, pero miope y suicida a largo plazo. Cada euro no invertido hoy en mantenimiento preventivo se convierte en cinco euros de reparaciones de emergencia mañana.

Pero nos encontramos en una tesitura donde los presupuestos de las administraciones (incluyo por supuesto a comunidades autónomas y entidades locales) tienen unas preferencias que no son las mejores para resolver lo anteriormente indicado. El cada vez mayor peso del gasto en pensiones en el presupuesto, con un claro déficit que afecta a las administraciones, impide que, en el futuro, en el momento que enfrentemos una nueva crisis y el déficit aumente, no volvamos a recortar en las partidas más alejadas del ciudadano en el largo plazo, tal y como se hizo en 2008. De aquellos polvos estos lodos: los recortes de entonces podrían ser la principal causa de la degradación actual en la calidad de nuestros servicios públicos.

Es por ello que el gran desafío no es solo aumentar el volumen de inversión, sino blindarla contra los vaivenes políticos mediante un pacto de Estado. Pero esto exige, desde luego, que la administración pública de los recursos dedicados a la inversión deje sus incentivos cortoplacistas y los sesgue al largo plazo, algo que desde luego se ve entorpecido por los plazos que imponen las legislaturas. Es por lo tanto absolutamente necesario un gran pacto de Estado sobre infraestructuras.

Por lo tanto, la ecuación es simple pero implacable: servicios públicos dignos y resilientes requieren inversión constante, planificada y estratégica. No es cuestión de ideología, sino de gestión responsable del patrimonio colectivo. Un país que descuida sus infraestructuras críticas no está ahorrando, sino hipotecando su prosperidad futura y exponiendo a sus ciudadanos a fallos sistémicos como los que hemos presenciado en estas últimas semanas. Dichas situaciones, aunque sigan siendo poco frecuentes, han dejado de ser anomalías, posibles consecuencias predecibles de un déficit de inversión que debe no volver a producirse si queremos garantizar un futuro de servicios públicos de calidad.

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