Impotencia social y ecología autoritaria
Sería una estupidez no tomar en serio no solo lo que hacen Trump, Putin y Weidel, sino hasta su última palabra

La recreación espectacular del mundo que Trump ha logrado diseminar en el primer cuatrimestre de 2025 por cualquiera de los canales de comunicación e instituciones que estructuran la opinión pública internacional y la vida comunitaria ha consagrado una atmosfera psicológica y social asfixiante con el fin de empujar al ciudadano cosmopolita a la deserción de cualquier forma de resistencia material y ética frente a las pasiones tristes y los impulsos agresivos de la condición humana.
Uno de los objetivos programáticos del eje Trump-Putin-Weidel implica persuadir a las masas de la inutilidad de aferrarse a ideales que proyecten un horizonte de posibilidades históricas que sean antagónicas a la dominación y democráticamente revolucionarias. A esto lo llamaremos la producción de impotencia social que se combina logarítmicamente con la producción de un poder antidemócrata.
Pero lo que resulta más desestabilizador de lo que el estilo y la subjetividad de los Trump inoculan simbólicamente en las profundidades del espíritu racional, tal y como fue disertado por Hegel, es la fecundación in vitro de una ecología mortífera de la existencia y la política con la que provocar la esquizofrenia definitiva en la conciencia posmoderna de Occidente. No es el primer ecologista de la sangre y la raza, ni será el último. Trump encarna el eco de un fantasma persistente, el retorno de un trauma silenciado, un pastiche heredero del crimen parricida perpetrado por la horda primitiva que describió Freud, es decir, el hijo sacrificando al padre como inversión del acto de fe que protagonizó Abraham, dispuesto a matar a su propio hijo para satisfacer el deseo de un padre sobrenatural.
En la excelente investigación de Timothy Snyder (Tierra negra, 2015) sobre la génesis y evolución de la mentalidad colectiva que produce el Holocausto, queda recuperada la asombrosa sensibilidad ecológica de Adolf Hitler para, de acuerdo con su delirante utopía, limpiar y conservar la Tierra mediante una Solución Final para los auténticos enemigos de la humanidad. En la cosmovisión vertida en su interminable panfleto Mein Kampf, de abundantes ínfulas zoológicas, el ser humano se presenta como un animal insertado en un árbol de razas, y todo lo que el planeta tiene para ofrecer es “sangre y tierra”. Por tanto, aparearse y luchar para hacerse con el poder emergen como los hábitos esenciales de la vida, mientras que el fin último recaería en una idea tan simple como violenta: apropiarse del espacio, el máximo posible.
En esta lucha por la naturaleza, el judío fue un signo no exclusivamente contracultural, sino la corporeidad del Mal que conspiraba para que el orden natural permaneciera extraviado. Si habían llegado a existir los cánceres que destrozaban el carácter del hombre masculino, ejemplificados en el ideal de progreso, los derechos universales, el igualitarismo, la compasión o el parlamentarismo liberal, se debían a la inteligencia y voluntad judías. Pues, si se las suprimía, también los otros fenómenos nocivos desaparecerían mágicamente. El credo hitleriano se resumía en que los débiles tenían que ser dominados por los fuertes, dado que “el mundo no está hecho para pueblos cobardes”. Estas creencias antihumanas conjugaban todo lo que debía conocer el ciudadano alemán de mitad de los años 20, el cual solamente debía rendir cuentas a un mandamiento sustitutivo de todos los anteriores, incluidos los cristianos: “Preservar la especie”.
Este absurdo ultranacionalismo biológico puede que en nuestros días circule en una versión modificada en relación con el uso del lenguaje metafórico y en la elección de los chivos expiatorios, pero las equivalencias simbólicas y correlaciones políticas se van aproximando a medida que pasa el tiempo. El migrante es el nuevo portador del virus, así que el planeta tiene cura: “Un pueblo liberado de sus migrantes [antes “de sus judíos”] retornará a su orden natural de forma espontánea”. Las deportaciones con las que el actual Gobierno de EE UU trata de evangelizar al mundo (más de 140.000 personas expulsadas desde enero de este año, a lo que se suma el reciente anuncio de contratar a 20.000 agentes para acelerar ese ritmo) ganan en eficacia gracias a la resucitación de una imagen tenebrosa de la historia del siglo XX, una en la que la política y la naturaleza pasan a ser una misma cosa. Las decisiones estratégicas dejan de ser cuestiones de política y economía para ser comunicadas y defendidas como una restitución de lo que es natural (una necesidad existencial para garantizar la supervivencia), evocando algo que supuestamente se perdió y urge recuperar para que el mundo renazca, tal y como esgrime Alternativa para Alemania (AfD).
En otro de los fragmentos del rompecabezas que forma la personalidad esquizoide del arquetipo trumpista se halla un segundo dictador paradigmático, Mao Zedong, caudillo de la revolución comunista china. Su régimen fue tristemente célebre tanto por su culto a la personalidad como por la purga de enemigos ideológicos y los millones de muertes por inanición.
Las coincidencias de enfoque van brotando aquí y allá. En un discurso de Trump para un acto de graduación en la Universidad de Alabama el pasado día 1, el periodista Michael C. Moynihan (del podcast The Fifth Column) identificó con agudeza cómo el antiintelectualismo de ambos personajes se fusionaron a la hora de impeler a los egresados para llevar una vida análoga a la de obreros y campesinos, es decir, generar una alianza, no de clases sino de gremios, con la que edificar nuevas ciudades, astilleros, fábricas y almacenes para el resurgimiento del país, omitiendo cualquier propósito adscrito al progreso científico, cultural y ético.
Como en una pesadilla, los EE UU industriales, encarnados en la promesa de ciudades brutales que surgirían de la nada, se mimetizan con los resortes propagandísticos que glorificaron la China rural de hace 70 años; una extraña semejanza ensamblable en la lógica de una regresión infantil.
Al principio mencioné la importancia de la idea de potencia. Hay que entenderla como un tipo de energía libidinal que transforma posibilidades en realidades. El economista francés Pierre-Joseph Proudhon (1809-1865) afirmó que la potencia de un ser reside en la posibilidad que tiene de ir hasta el límite de lo que puede ser. Su vertiente positiva surge cuando facilita la consecución de una mayor libertad social en comparación con la que se disfruta actualmente. En cambio, su vertiente negativa (el reverso de la impotencia) irrumpe cuando las únicas posibilidades visibles para los miembros de una sociedad son impuestas, sea a través de mecanismos de manipulación y resentimiento, sea directamente por la fuerza, y confluyen en una naturaleza antisocial. De ahí surgiría una ecología en la que el autoritarismo germina como el fruto natural.
La primera vez que leí Los orígenes del totalitarismo, se me quedó grabado el mensaje plasmado por Hannah Arendt en el prólogo como autocrítica para ella misma y sus contemporáneos, y que ha ido adquiriendo un tamiz profético: “La incapacidad para tomar seriamente lo que los propios nazis decían”. El deber de memoria que solicitó Arendt simboliza la oposición a la idea del eterno retorno (el deseo latente de que el pasado vuelva). El poder del lenguaje siempre ha sido un arma para que la impotencia social se transforme en potencia antidemocrática y lograr que aquello con la apariencia de fenómeno imposible se haga realidad. Sería una estupidez no tomar en serio no solo lo que hacen, sino hasta la última palabra de lo que dicen.
Alberto González Pascual es profesor asociado de la URJC, Esade y de la EOI, y director de cultura, desarrollo y gestión del talento de Prisa Media