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La tribuna de los fondos
Opinión
Texto en el que el autor aboga por ideas y saca conclusiones basadas en su interpretación de hechos y datos

El miedo como brújula rota

En medio de la incertidumbre, es fácil perder de vista el sentido original de nuestras decisiones de inversión

Un 'trader' en la Bolsa de Nueva York.

Ya han presentado resultados más del 90% de las empresas del S&P 500 y la estimación agregada de beneficios por acción apunta a un incremento interanual cercano al 13,6%, según datos de FactSet. Esta cifra combina los datos ya publicados con proyecciones para las compañías que aún no lo han hecho. Este trimestre no destacó solo por los resultados, sino también por las guías y previsiones que ofrecieron las compañías, las primeras tras el conocido como “Día de la Liberación”. Su valor residía en que permitían entrever en qué medida los nuevos aranceles estaban impactando las cuentas de resultados, tanto a nivel sectorial como empresarial.

La reciente tregua arancelaria entre Estados Unidos y China, con una suspensión mutua de 90 días en la imposición de nuevos gravámenes, redujo la tasa arancelaria efectiva estadounidense hasta el 15%, muy por debajo del pico cercano al 30% registrado a comienzos de abril. Este alivio impulsó los activos de riesgo, moderó los temores de recesión y reactivó los rendimientos de los bonos del Tesoro. Aun así, el entorno está lejos de volver a la normalidad: los aranceles siguen por encima de los niveles de hace un año y la incertidumbre política continúa siendo un factor latente de inestabilidad.

Detrás de esta tregua y del giro repentino que supuso, se intuye la presión de ciertos sectores dentro de la Casa Blanca, probablemente en respuesta a señales de tensión en el mercado de deuda pública, que estaba empezando a reflejar el creciente nerviosismo de los inversores. Este tipo de decisiones, adoptadas de forma errática y sin una hoja de ruta clara, genera un entorno difícil para las cadenas de suministro globales y acaba afectando directamente al apetito inversor.

La inseguridad jurídica complica las decisiones estratégicas: mina la confianza, eleva las primas de riesgo y retrasa proyectos. A largo plazo se toman muchas de las decisiones clave en inversión, crecimiento y empleo, y es también ahí donde los efectos de la incertidumbre tienden a ser más duraderos y visibles en la economía. La noticia de la tregua es positiva, pero el daño reputacional ya está hecho: la credibilidad institucional de Estados Unidos ha quedado tocada. En un entorno dominado por la confusión, las presentaciones de resultados y sus estimaciones se convirtieron en una forma de reducir la incertidumbre y aportar algo de claridad a un mercado desorientado. Y es que el capital, por naturaleza, tiende a ser precavido: ante la falta de visibilidad, se retira. Es una reacción lógica. La valoración de un activo depende de la proyección de resultados descontados a una determinada tasa. Con sus declaraciones y decisiones, Trump no solo afectó a las expectativas de beneficios, sino que elevó la tasa de descuento al añadir una prima adicional por incertidumbre. ¿El resultado? Una caída del valor presente de las acciones cercana al 15%, si tomamos el S&P 500 como referencia, que, sumada al ajuste previo, llevó el retroceso total desde máximos a casi un 22%.

El miedo puede ser un mecanismo de defensa que, si no se gestiona bien, nos lleva a anticipar lo peor sin base real. Como decía Marco Aurelio, no nos altera lo que pasa, sino lo que imaginamos que podría pasar. Estamos preparados para reaccionar ante el peligro, no para razonar con calma en medio del ruido. Ese reflejo, útil en otros ámbitos, en el financiero puede alejarnos de nuestras convicciones. Nos empuja a abandonar decisiones meditadas, a desconfiar del rumbo elegido y a olvidar por qué invertimos y con qué objetivo. En ese estado, la imaginación, alimentada por el miedo, se desborda: empezamos a dudar de la resiliencia humana, del ingenio empresarial, y proyectamos un colapso generalizado donde nada sobrevive.

En medio de la incertidumbre, es fácil perder de vista el sentido original de nuestras decisiones de inversión. Dejamos de pensar en el porqué de cada posición en cartera y empezamos a cuestionarlo todo desde la incomodidad del momento. Esto nos lleva a revisar las decisiones una y otra vez, más por incomodidad que por análisis real. A menudo, no es tanto la pérdida lo que molesta, sino la sensación de haber fallado, amplificada por el sesgo retrospectivo: la falsa idea de que lo ocurrido era predecible. Esa ilusión convierte la duda en reproche y nos lleva a juzgar con dureza decisiones que, en su momento, eran razonables.

Frente a esta dinámica emocional, el papel del inversor profesional no es evitar la incertidumbre –eso no es posible–, sino tomar decisiones bien fundamentadas en contextos donde la información siempre es parcial y el futuro, incierto por definición. Para eso, priorizamos los datos relevantes y verificables, y usamos el juicio para completar lo que no se puede conocer con certeza. No se trata de adivinar, sino de construir una estructura de decisión sólida ante distintos escenarios.

Cuando el entorno es difícil de modelar, conviene volver a los principios. No como un acto de fe, sino como un ejercicio de claridad: tener claros los objetivos, diversificar con sentido y aplicar el rebalanceo con disciplina. Estos principios no son solo teoría: son herramientas prácticas para mantener la calma cuando todo alrededor parece temblar.

Los mercados no piden certezas, pero valoran la consistencia. No esperan grandes gestos, sino una disciplina sostenida con el paso del tiempo. En entornos ruidosos, mantener el criterio y evitar decisiones impulsivas puede marcar la diferencia.

Javier Navarro es gestor de renta fija en Abante.

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